Hola, Virginia ¿Podés salir a jugar?
No. Recién me llamó mi abuela que ya está lista la merienda. Más tarde.
Pucha. Bueno, te espero acá afuera.
No, mejor andate a dar una vuelta en la bici y volvé después, Rosario.
Bah. ¿Por qué?
Porque siempre tocás las piedritas brillantes de la pared y se rompen. Son de mi abuela.
Nada que ver. Qué mala sos, las estoy mirando no más.
Las estás tocando y se van a salir. Son de mi abuela, te digo.
¡Andá! Sos re mala. Además son feísimas las piedras esas, parecen vidrios de botella.
Vos sos una envidiosa. Le voy a contar que le estás rompiendo la pared y que decís malas palabras, no me va a dejar juntarme con vos.
¡Mentirosa! ¿Sabés qué? No hace falta, nena. Andá a jugar con tu abuela, yo no juego más. Te vas a quedar sola por egoísta. Chau.
Y, efectivamente, después de casi veinte años Virginia está bastante sola. Me contaron. Su abuela aún vive y yo, cuando paso por ahí, como hice siempre a partir de esa tarde, camino cerquita y como quien no quiere la cosa, rozo con un dedo o con dos las piedritas brillantes de la pared. Y sonrío. Y recuerdo. Y tengo ocho años otra vez. Y vuelvo a sonreír.
Hermosa.
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